El día en que me di cuenta que era una máquina
(Franz Kafka)
Cuando abrí mis ojos, lo primero que vi fueron unos rayos de
luz atravesando el polvo, dominante entre las cosas que hay en el dormitorio,
después de posponer varias veces el despertador me levanté de la cama y sentado
con las manos en la cara refunfuñé por la hora, nunca me gustó levantarme
temprano, nunca. Un día normal, muy normal diría; cuando entré al baño mojé mi
cara con agua fría para despabilarme un poco, aunque no me sirve de mucho; nunca
tengo tiempo de desayunar así que salgo a paso rápido, no para llegar en hora,
sino para no llegar tan tarde. Cuando no voy tan apurado me gusta observar a la
gente y trato de no ser uno de ellos, de salir de los engranajes un rato, pero
a veces la corriente te lleva aunque sepas nadar, y terminas siguiéndola como
un pez buscando reproducirte, ¿Y que hacemos con eso? ¿Qué hacemos con los minutos perdidos? ¿Si el
tiempo es oro porque lo gastamos en cosas que no queremos hacer? ¿Por qué
gastamos dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos? ¿Por qué no nos
maravillan esas “estupideces” ordinarias que están ahí para nosotros día a día?
¿Por qué despreciamos la sonrisa de un extraño? ¿Por qué somos tan nosotros?
Tan “Yo”.
Alguno se puede cuestionar que es lo que enciende esa
chispa, pero es lamentable que solo quede ahí y no hagamos nada para cambiarlo.
Cuando crucé la primera calle, después de esperar esos
cuarenta segundos que siempre parecen eternos, me di cuenta que el sol estaba
libre, radiante, como si se luciera entre las nubes lejanas, con ese brillo
lleno de vida que tiene. Y en mi mente divagué pensamientos fútiles,
embrollados, de cosas que se me ocurren, fantasías que parecen irrealizables,
cosas de “arte”; porqué si hay algo que tengo, es imaginación y mucha. ¿Pero de
que sirve eso siendo solo un número? ¿Para que sirve un camino que no
recorremos? ¿Será que nos gusta estar marcados? Desde nuestro nacimiento no nos
pertenecemos, le pertenecemos al sistema, le pertenecemos a nuestros padres, a
la escuela, al liceo, a la calle, como si fuéramos un animal que se engorda para la cena de fin de año, toda
nuestra vida nos vamos engordando para darle vida, para componer una pieza más
de este rompecabezas inmenso que es
nuestra existencia, esa existencia casi nula de a ratos.
Cada mañana veo las mismas caras largas, algunas varían cada tanto, pero la mayoría caen en
esa monotonía absurda, enervados o alienados, como si fueran mascaras de una
galería, colgadas en todo el camino, a veces me olvido de mirarlos o me
convenzo de no hacerlo, porque no quiero ver mis defectos en los demás, porque
no quiero criticarme, criticando a alguien, pero lo hago, lo hacemos, ¿somos
perfectos, no? La naturaleza, Dios, el cosmos o la Pachamama o quien carajos
quieras creer, nos hizo “superiores”, nos hizo dominantes ¿no? Incluso con
nosotros mismos, ni hablar de los animales “inferiores”.
Pero igual sigo caminando y voy mirando el reloj,
contabilizando los minutos a mi llegada tardía, y pienso en las hormigas, pienso
en cuanto y en tan poco nos parecemos, como si tomaras una idea y le sacaras
las partes buenas; somos cada vez más fríos, mas distantes, ¿será que un día
abandonamos nuestros sentimientos?
Y el sueño no alcanza para llenar lo podrido de la mente, y
el tic-tac sigue sonando y sonando, como si no saliéramos jamás de ese círculo,
que vuelve a repetirse una y otra vez, todos los días.
Mi desayuno, muy nutritivo, se alterna entre café y café
negro, como si el destino supiera cual es mi color preferido, y empieza mi día
normal, aburrido, monótono.
Eiji Mnemonic